El mes de febrero



El cielo, muy azul, estaba en esos días permanentemente moteado de nubes muy blancas. Eran aún días de calor, luminosos sobre las lomas. Ya se terminaba la cosecha del trigo y los sacos llenaban las bodegas.

Los peones permanentes eran apoyados por los hijos de los inquilinos y con los recién llegados de otras cosechas, ya concluidas. Algunos habían hecho un paréntesis en su trabajo en la construcción de las vías ferroviarias para solazarse en el trabajo agrícola y variar las comidas. Nos contaban que años antes mi padre viajaba a buscar un “enganche” a la plaza de Chillán y entonces la rancha se llenaba de afuerinos, entre ellos alguno de diente de oro y cuchillo en la faja, al que todos le tendrían respeto o, más bien, bastante temor. El que usara el sombrero cargado al ojo era peligroso para las niñas del lugar.
Todos alojaban en la rancha, sobre las pallazas de yute rellenas con paja y envueltos en sus mantas. Almorzaban porotos con locro aliñados con una cucharada de color, y mordisqueaban un ajicito cacho de cabra, ojalá con una cebolla en vinagre. Otros días tendrían un plato de cazuela, cuando se había matado una oveja- seguro la más vieja del redil- que daría un caldo fuerte con una gran presa, papas y trigo partido. Al atardecer recibían una ración de harina tostada y una gran galleta.
Las lomas ya eran sólo rastrojos y desde lejos no se veían más que unas mujeres vestidas de negro, como las viudas, destacando en las claridades de las cañas, recogiendo las espigas quedadas de la emparva. Era posible encontrarse con una araña poto colorado y por eso eran cuidadosas. Tampoco era raro que tropezaran con una culebra de buen porte, a la que, aunque las señoras sabían que no les haría nada y que seguramente se deslizaría huyendo por entre los terrones, se le tendría miedo. El trigo recogido se convertía en una harina tostada de un gusto especial.
En el mes de febrero, de vez en cuando caían unos buenos chaparrones, por lo que a los muelles se les hacía una especie de techo de dos aguas con las mismas gavillas. Aunque la sequedad y la falta de agua era grave, estas lluvias no eran bienvenidas.
En nuestra casa la cocina se reforzaba y mi madre parecía un general dando ordenes al personal, en esos días siempre había visita, sobre todo de parientes, tíos y primos que venían a pasar las vacaciones. Los almuerzos eran de varios platos y la comida de la noche - a luz de las velas- era un poquito menor; y para terminar agüita de hierbas coloreada con azúcar quemada. En la sobremesa la conversación podía extenderse hasta tarde discurriendo sobre temas familiares y otros recuerdos, los que incorporábamos a nuestras vidas y mundo, como una valiosa herencia de la generación anterior.
Iván Contreras R. 2008


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