“ La infancia en el campo, que avergüenza como un vestido de percal a nuestra gente cursi, la he sentido yo siempre, y la considero todavía y cada día más, como un lujoso privilegio”, escribió Gabriela Mistral por 1920. La poetisa habla de su niñez en el valle de Elqui, de arenas y “montañas patronas”, y la contrasta con el pasar de los niños en los estrechos cuadriláteros de muros de la ciudad. Esta lectura me hizo añorar mi propia infancia entre Purén y Lumaco, transcurrida en los lomajes, vegas y pajonales de Huitranlebu, en un espacio abierto sin más límite que el de añiles cerros lejanos.
Como en el caso de Gabriela, la infancia campesina se llenaba de sucesos naturales, provocados o bien traídos por la fantasía; imágenes que hoy se vienen en tropel, dando cabriolas como una manada de caballos cerriles con variantes de color o de briosidad. La escuela es un recuerdo descollante, salvo en las vacaciones de verano en que permanecía silenciosa. En marzo ya sentíamos nostalgia de los compañeros y sobretodo de la señorita Aristila , la profesora, salida hacía poco de la Escuela Normal de Angol que nos entregó varios años de su vida de joven docente. Animosa, menuda y linda, no veía su destinación como un exilio, sino que era feliz en su labor. Aunque cuando le llegaba carta se recogía a su pieza por horas, quizás leyendo y releyendo su misiva, y de donde reaparecía con los ojos enrojecidos.
La “Señorita” vivía con nosotros y participaba como un miembro más de la familia, al rodar de las estaciones, a la luz de las velas; bailábamos con ella al son de la victrola. Por lo mismo recuerdo su romance con un tío mío, estudiante de derecho, venido de Concepción a pasar septiembre, mes luminoso en el agro, de la llegada de las golondrinas y de cantos celebrando las fiestas patrias.
Sentados en nuestros bancos de madera, la señorita Tila nos paseaba por la historia del país, por su geografía, por el castellano y la aritmética; cantábamos a coro himnos y rondas que afinaron nuestros oídos para la música. Éramos una veintena de alumnos, niños mapuches, niños campesinos venidos de lejos, hijos del personal de la hacienda; la escuela nos hermanaba en el intercambio de idiomas, juegos y costumbres.
Pero un año la señorita Tila decidió no volver en marzo. En su reemplazo vino la señora María, que ya estaba por jubilar. La nueva maestra pronto demostró ser partidaria de la antigua sentencia que “ la letra con sangre entra” cuando al descubrir en el membrillar del bajo unas magníficas, firmes y latigudas varillas, las probó en nuestras pantorrillas que el pantalón corto dejaba al aire. No recuerdo porqué nos castigaba, si tan mal no nos portábamos, pero ya adulto he llegado a la conclusión que seguramente malinterpretaba nuestras actitudes sumida en su irremisible sordera.
Cuando los alumnos crecían lo suficiente, algunos se volvían al Butarincón sabiendo leer y escribir, y las cuatro operaciones. Otros se incorporaban al mundo del trabajo en la loma, con el ganado o los caballos; otro se pondría el overol de la maquinaria agrícola recién introducida, todo según sus inclinaciones y oportunidades.
Iván Contreras R.
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