
Los pajonales eran verdaderos santuarios de la naturaleza por su vida vegetal de algunos canelos, de pitras y temos, que pasaban gran parte del año con sus raíces en el agua. La abundancia y diversidad mayores eran en la avifauna de especies propias y aquellas venidas de otros mundos en cada estación buena. De entre las aves- donde las garzas blancas eran hermosísimas- nos interesaban los patos silvestres comestibles y en su momento eran tantos los pichones que los cazábamos a palos al salir a los rastrojos. Asimismo recuerdo, durante la migración de aves al asomar la primavera, la llegada de las golondrinas, finas y bellísimas en sus rápidos vuelos blanco y negro.
Como las aguas eran bajas se pescaban grandes carpas con arpón pues su espinazo dibujaba la superficie. Coipos y huillines preparaban sus madrigueras y no les faltaba alimento tierno.
Con nuestra piernas de niños recorríamos los pajonales pisando sobre un légamo movible de trozos de totoras. Existían canales invisibles conocidos sólo por nosotros y por ahí se navegaba en rústicas canoas impulsadas por una larga vara. En esa época se creía que los pajonales se habían formado porque no existía un correcto y fluido drenaje, y para corregir eso se contrató a los ingenieros civiles René y Ernesto Ojeda quienes ejecutaron vías de desagüe. Supe que por un tiempo se logró rescatar algunas tierras, pero que finalmente las aguas habían vuelto por sus antiguos fueros.
Los numerosos y densos pantanos solían tragarse a los animales, y si alguno sobrevivía un rato siquiera, podía salvarse - tirándolo- por medio de lazos o cadenas con yuntas de bueyes, o apealados desde caballos. Nosotros criamos una ternerita encontrada junto a su madre muerta de agotamiento en los esfuerzos por librarse de su empantanamiento, animalito que fue nuestro regalón y que creció hasta ser una vaca que asomaba su astada cabeza por la puerta de la casa y que con un mugido bajito pedía algún delicado bocado junto a la palmada de cariño. Podía verse a la Pitoca, ése era su nombre, paseando sobre su lomo a cuatro o cinco niños de la escuela. Con el tiempo cumplió su destino de madre y lechera, y un día la perdimos de vista para siempre al ser llevada a la feria del pueblo.
Iván Contreras R., 2008
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