Cuando menos se pensaba aparecían por esas tierras don Chumas Tapia y su hijo Filadelfo, arreando una tropilla de caballos que eran el motivo de sus vidas de comerciantes andariegos. Don Chumas tendría sobre cincuenta años, de tez blanca-cetrina, cabellos lacios y unos grandes bigotes grises. Usaba un sombrero alón, traje de huaso y abrigadoras perneras de cuero de chivo con todos sus pelos, y sobre los zapatos unas pequeñas espuelas de campero. Filadelfo lucía un atuendo similar.
Su llegada era acogida con entusiasmo porque significaba variación en la rutina campesina. Normalmente se quedaban por varios días; nunca querían una cama y buscaban su alojamiento en el galpón, acomodándose cada noche con los arreos de la montura, los pellones y las mantas. Pero sí compartían la mesa con nuestra familia y mientras se merendaba desgranaban historias propias y ajenas, hechos corrientes de sus viajes que se transformaban en anécdotas en el animado relato de don Chumas y de su hijo que le llevaba el amén.
Nos hablaban de los senderos entre los bosques, de los ríos que debían atravesar, de las lomas y de los atajos para avanzar rápido. También sobre los encuentros con diversa gente, a veces facinerosos, con quienes- gracias a la solidaridad que nace del transitar los caminos desamparados- solía no haber altercados. También le llegaba el turno a las noticias de tipo social –casamientos, nacimientos y fallecimientos- entre los chilenos y los colonos europeos habitantes de pueblos y campos de Contulmo, Purén, Angol, Lumaco, Quechereguas, Victoria o Capitán Pastene.
La manada de caballos la formaban ejemplares para todos los gustos; don Chumas buscaba comprar los animales viejos y acabados de los fundos a precios baratos para vender con pequeña ganancia en las reducciones mapuches. Los negocios se hacían al contado y violento y los trueques formaban parte de los tratos. Recuerdo que mi padre compró a los Tapia un macho que forjó su propia historia de mañas equinas, y que cambió mano a mano un envejecido potro inglés nuestro por una carabina Winchester, de repetición, como las de los cowboys, y que permaneció por años en casa.
Don Chumas tenía su centro de operaciones y la casa familiar en Traiguén. Cada salida comercial en temporada de buen clima podía llevarle meses. Asimismo procuraba estar presente donde se celebraran ferias y carreras a la chilena, con la seguridad de encontrar momentos favorables para hacer sus negocios de caballos. En los veranos solía verse a don Chumas y a Filadelfo por los caminos con manta de castilla bajo la canícula, justamente para capear el sol, llevando su tropilla hacia un nuevo destino.
Iván Contreras R-2008
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