El verano y la poca agua

Los grandes barros de los caminos ahora convertidos en polvo nos hacían distinguir desde lejos al enviado al correo del pueblo, que traería El Peneca, la revista clásica de los niños, y los diarios El Sur de Concepción y El Austral de Temuco. Además durante la II Gran Guerra nos llegaban- hasta esa península entre pajonales que era Huitranlebu- unas revistas de propaganda donde alemanes y japoneses eran los malos y que nosotros leíamos con entusiasmo practicando nuestra reciente lectura.

Después de la primavera, lujuriosa de rojos en las lomas de Purén, de amarillos y lilas, se llegaba al verano en que los pastos y hierbas se secaban hasta parecer yesca pronta a encenderse. También las espigas del trigo cargadas de semillas doradas se encumbraban para ser cortadas por miles de manos y sus echonas, por los peones de espaldas curvas y cinturas afirmadas por fajas del osnaburgo de las bolsas harineras.

El panorama campesino era atormentado por el crudo sol desde la mañana hasta la tarde, todo agravado por la ausencia de agua. Algo de humedad quedaba en los mallines y en la cercanía del río donde proliferaban los vinagrillos o se divisaba alguna vertiente de color lechoso que no invitaba a beber. ¿Cómo encontrar agua clara y pura? Pues llenando las pipas sobre ruedas, en el río Purén, aunque era mejor la que se iba a buscar de madrugada al Ipinco. El agua con harina tostada era el máximo refresco que se le podía brindar a la visita recién llegada. Para el hambre, bien espesita. También era bueno apanuncarse con un muño de harina con miel junto a un jarro de agua para irla pasando. Lo óptimo era tener unas sandías llegadas en el tren desde el norte: en los años 40 a nadie se le había ocurrido sembrar algunas semillas en las vegas de nuestra región, donde finalmente se dieron bien. Por Guadaba se cosechaban buenos melones, pero quedaba lejos y era pesado atravesar el campo en lentas carretas.

Las lomas no eran muy cómodas en esos días soleados. Nos salvaban aquellos bosquecillos de eucaliptus que plantó mi padre en las cimas de ellas, para sombra en el verano y refugio en los inviernos, árboles que tuvieron buen arraigo por su habilidad para buscar agua en las profundidades, de crecimiento rápido como en su lejana y natal Australia.

Los olores y aromas se aposentan en el mundo de los recuerdos. Así, los campos casi secos condensaban las esencias en las plantas que se hacían fuertes en su lucha por la supervivencia. Agridulces las de los cardenales “carne de perro” que rodeaban las casas aportando sus rojas corolas; almibarada la de poleos, mentas y toronjiles, mientras de la huerta emerge la áspera fragancia de los tomates y los ajíes, todos en conjunto al atardecer perfumaban el aire.

Iván Contreras R. 2008


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