Epoca de la adolescencia y de los primeros amores, que no siempre se resolvían a gusto de los protagonistas, en que sin haber tenido un inocente contacto físico, sí nos podíamos quedar con la idea del romance toda la vida. Tiempo de soquetes en la escuela primaria o en los primeros años del liceo; de las citas y las esperas en lugares señalados; para comunicarse con las niñas de la escuela Normal de Angol, en que las compañeras externas hacían de mensajeras.
En Concepción, los malones en casas de familia invitaban a los jovencitos a conocerse danzando a los sones de valses y boleros. Ya armado el idilio la novel pareja podía preferir, para expresarse su cariño, los recorridos por el Parque Ecuador o subir al cerro Caracol, de caminos y lugares por entonces absolutamente confiables. El paseo en el centro favorecía el gozarse en el verse e imaginarse.
En días pasados leí una entrevista realizada al escultor chileno Hernán Puelma, en que cuenta que: “dos casas más allá ( de la suya ) vivió mi vecina, la Ximena Valdivia que nunca más pude ubicar. Nos conocimos desde chicos y para mí fue bien importante porque a esa edad la imagen femenina de una amiga la guardas para el resto de la vida. ¡ Ojalá pueda verla antes de morirme!”. Reconozco estos síntomas y no me cabe dudas que el suyo es un grito, casi desesperado, en busca de su primera ilusión.
Los amores podían ser unilaterales, pero era más frecuente que fueran mutuos y correspondidos. En el pueblo de Purén, recuerdo a aquel muchachito de 13 años que pretendía a una clarita y rubia descendiente de antiguos colonos suizos de solo 11, pero una persona ajena a ambos interfirió en ese hasta entonces hermoso proyecto de relación, no haciendo posible su concreción y transformando la historia en un drama, en que no faltaron las penas y las lágrimas... Así, siendo ahora una persona madura y habiendo tenido siempre presente la imagen de ella, seguro dirá - como el personaje citado - ¡ Ojalá pueda verla antes de morirme!
Iván Contreras R.
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