LA CORDILLERA DE LA COSTA
Crecí teniendo a lo lejos y a la vista la Cordillera de la Costa, entre Angol y Purén, donde también se la llama de Nahuelbuta. Parecía una escenografía alzada al cielo mostrándose en los retazos que daban los escampados trigueros y los abundantes bosques nativos. Todavía no habían llegado los pinos y eucaliptus invasores.
Esa imagen abarcada por el ojo desde el balcón natural de las lomas de Malleco cambiaba sus colores según las vestimentas de las estaciones: dorados y azules en los veranos; ocres claros y de rastrojos blanquecinos en los otoños; verdes matizados de amarillos en primavera, y hasta blancos de nieve en los inviernos de algunos años escogidos. Como la distancia era mucha, el aire les prestaba su azul y se imponía sobre ellos con una veladura iridiscente. Cuando llovía podían perderse los macizos entre las neblinas y nubes, entonces debíamos imaginarla.
Constante en ese paisaje era el paso del tren de pasajeros por el pie de las montañas con su largo penacho de humo que denotaba el esfuerzo de la locomotora y que a veces emitía un chorro más claro y transparente, de seguro de vapor, porque al rato llegaba el silbido del pito. El tren como una cuncuna, una vez al día, sin falta a las 13.30 horas, iba en busca del mar hasta Lebu. Como no existían los relojes más que en los bolsillos pudientes, era la pasada del tren la que marcaba las horas de los campesinos.
En mayo, al oscurecer del día de la cruz, se llenaban las montañas de las luminarias crepitantes de cañas de cicutas, de pastos secos y de cuanta cosa se pudiera quemar esa noche, mientras alrededor los niños y mayores se regocijaban ante la brillante fogata una vez al año. Todo el espacio vivía un efecto de luciérnagas remontadas en el aire nocturnal.
Como vivíamos apartados de estos cerros, los íbamos a visitar. Nuestros padres nos llevaban a pasear en septiembre para tomar nosotros mismos los digüeñes y a escuchar el eco de nuestros gritos entre las quebradas. Habíamos tenido que pedir permiso a Pinolevi, el propietario, para instalarnos por ese día en una altiplanicie y celebrar el 18 como Dios manda, comiéndonos el cabrito asado. En la tarde los mayores zapateaban la cueca y cuando descansaba la guitarra sonaba la victrola y ellos bailaban valseados.
En tiempo de fruta íbamos a otro lugar de la cordillera, en donde los cerrucos - como les llamaba la gente de las lomas- tenían apelativos españoles y disponían de parcelas con árboles, tales como manzanos y perales que se tupían de unos frutos pequeñitos y muy dulces. ”Aguaite ¡que bendición las cirgüelas!”nos decía el padre de Blanquita, la niña que contribuyó a nuestra crianza y que vivía allí. Al ser las lomas escasas de agua y de vegetación, nos admiraban los chorrillos y vertientes que surgían de todas las quebradas y que podían beberse en cualquier lugar.
La Cordillera de la Costa en la zona de Malleco, con el transcurrir del tiempo ha evolucionado en su geografía y en su clima con la llegada de especies forestales extrañas trayendo los consecuentes cambios en el paisaje. Pero quiero pensar que aún están allí los herederos de las personas que conocí en ese lejano pasado.
Iván Contreras R.
Crecí teniendo a lo lejos y a la vista la Cordillera de la Costa, entre Angol y Purén, donde también se la llama de Nahuelbuta. Parecía una escenografía alzada al cielo mostrándose en los retazos que daban los escampados trigueros y los abundantes bosques nativos. Todavía no habían llegado los pinos y eucaliptus invasores.
Esa imagen abarcada por el ojo desde el balcón natural de las lomas de Malleco cambiaba sus colores según las vestimentas de las estaciones: dorados y azules en los veranos; ocres claros y de rastrojos blanquecinos en los otoños; verdes matizados de amarillos en primavera, y hasta blancos de nieve en los inviernos de algunos años escogidos. Como la distancia era mucha, el aire les prestaba su azul y se imponía sobre ellos con una veladura iridiscente. Cuando llovía podían perderse los macizos entre las neblinas y nubes, entonces debíamos imaginarla.
Constante en ese paisaje era el paso del tren de pasajeros por el pie de las montañas con su largo penacho de humo que denotaba el esfuerzo de la locomotora y que a veces emitía un chorro más claro y transparente, de seguro de vapor, porque al rato llegaba el silbido del pito. El tren como una cuncuna, una vez al día, sin falta a las 13.30 horas, iba en busca del mar hasta Lebu. Como no existían los relojes más que en los bolsillos pudientes, era la pasada del tren la que marcaba las horas de los campesinos.
En mayo, al oscurecer del día de la cruz, se llenaban las montañas de las luminarias crepitantes de cañas de cicutas, de pastos secos y de cuanta cosa se pudiera quemar esa noche, mientras alrededor los niños y mayores se regocijaban ante la brillante fogata una vez al año. Todo el espacio vivía un efecto de luciérnagas remontadas en el aire nocturnal.
Como vivíamos apartados de estos cerros, los íbamos a visitar. Nuestros padres nos llevaban a pasear en septiembre para tomar nosotros mismos los digüeñes y a escuchar el eco de nuestros gritos entre las quebradas. Habíamos tenido que pedir permiso a Pinolevi, el propietario, para instalarnos por ese día en una altiplanicie y celebrar el 18 como Dios manda, comiéndonos el cabrito asado. En la tarde los mayores zapateaban la cueca y cuando descansaba la guitarra sonaba la victrola y ellos bailaban valseados.
En tiempo de fruta íbamos a otro lugar de la cordillera, en donde los cerrucos - como les llamaba la gente de las lomas- tenían apelativos españoles y disponían de parcelas con árboles, tales como manzanos y perales que se tupían de unos frutos pequeñitos y muy dulces. ”Aguaite ¡que bendición las cirgüelas!”nos decía el padre de Blanquita, la niña que contribuyó a nuestra crianza y que vivía allí. Al ser las lomas escasas de agua y de vegetación, nos admiraban los chorrillos y vertientes que surgían de todas las quebradas y que podían beberse en cualquier lugar.
La Cordillera de la Costa en la zona de Malleco, con el transcurrir del tiempo ha evolucionado en su geografía y en su clima con la llegada de especies forestales extrañas trayendo los consecuentes cambios en el paisaje. Pero quiero pensar que aún están allí los herederos de las personas que conocí en ese lejano pasado.
Iván Contreras R.
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