Tal vez solo fue parte de sus reservas las que guardó aquella persona en un rincón oculto, consistente en un dinero ahorrado por mucho tiempo y con tanto esfuerzo. La sorprendió la muerte sin haber contado del escondite a nadie, y tuvieron que pasar años y años, hasta que la casa fue una ruina, para que un maestro constructor se ganara el encargo de demolerla para levantar una nueva en el mismo lugar. Cuando el albañil desclavaba tabla por tabla y despegaba adobe por adobe, ayudado por su hijo – quien me lo contó- encontró en un muro el hueco que contenía un bolsito de cuero curtido lleno de monedas de hacía casi un siglo atrás. En el intertanto el país había cambiado varias veces su moneda y estas recién halladas ya no tenían más valor que el del peso de su metal.
En una película, Amelie, la joven protagonista, encontró detrás de un baldosín una cavidad y en ella una cajita de lata que contenía una fotografía y un par de juguetes de hacía exactamente cuarenta años. Según la trama, Amelie se dio el trabajo de buscar al niño de entonces, para hacerle llegar ese tesoro olvidado por él.
En cada vivienda deberían hacer un escondrijo secreto, especialmente porque en días pasados necesitaba guardar oculto algo valioso para mí y no encontré una tabla floja ni una baldosa suelta que me mostraran un agujero conveniente.
Tesoros olvidados en otras casas coloniales o republicanas de Chile romperían la rutina de quienes trabajaban en derribarlas como lo hacían esas pequeñas empresas demoledoras de Concepción. Porque cuántas casas he visto caer bajo la picota en tantos años de vivir como penquista. Lo que sí se podía hacer era ir a visitar aquellas bodegas en donde se vendían los materiales recuperados: hermosas piezas de madera nativa, puertas patinadas naturalmente, ventanas y sus postigos, balaustradas, rejas decorativas, llaves enmohecidas y esas manitos de doncellas que hacían de aldabas. Aunque de haber un tesoro escondido lo habría hecho suyo el maestro demoledor.
Las cosas perdidas llegan a ser tesoros cuando las encontramos tiempo después, como en la valija del correo de aquel avión que cayó en una alta montaña, que sólo fue ubicada 40 años más tarde por unos excursionistas, y que contenía en su interior la carta en que le proponían matrimonio a esa anciana dama que ha mantenido su vida en la soltería. Nuestra casa familiar en la cima de la loma descansaba sobre gruesas basas de pellín, dejando espacio suficiente para que perritos y gatitos nacíeran allí debajo, en un lugar seco y abrigado. Cuando queríamos aventuras nos introducíamos reptando en ese zócalo y entonces era seguro encontrar verdaderos tesoros para nosotros, principalmente chauchas y dieces que rodaron por las rendijas de los machambres del piso. También lápices, juguetes de plomo, algún anillo de fantasía, bolitas de vidrio o de greda recobrados en la semioscuridad.
Los tesoros que sí han de ser de verdad son los lingotes y monedas de oro que transportaban aquellos veleros españoles hace cientos de años, que una vez una tempestad los echó a pique. Hoy un canal de televisión hace el recuento de esos barcos hundidos y de sus riquezas filmando las búsquedas submarinas.
Alguien cree que inventó un robot sensible a los metales dorados y que serviría para encontrar fortunas enterradas en el pasado. Existe toda una literatura de tesoros escondidos y de sus mapas, por lo general compartido entre dos personas.
Siempre habrá leyendas de tesoros escondidos y de marmitas con monedas de oro al pie del arco iris.
Iván Contreras R.
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