En los otoños de nuestra infancia en los campos de Malleco, los sauces se doraban y perdían sus hojas. Llegaban las nieblas y era buen tiempo para salir con las hondas tras los zorzales. Con los primeros barros inaugurábamos las zuecas traídas de Purén; nos subíamos a los zancos que para empezar eran bajitos.
Cuando hubo un gran temporal como no había memoria, muchos antiguos árboles se desplomaron y en medio del patio yacía un pino que siempre había estado ahí, pero en pie. Una vez en el suelo resultó que era inmenso, y nosotros descubrimos entre sus ramas, de agujetas y grandes piñas, castillos y cavernas. Por largo tiempo lo tuvimos como refugio de nuestros juegos.
La ropa que usábamos era muy diferente en invierno y verano: en la estación fría zuecas o carrancas, calcetines abrigados, jardineras de mezclilla y sobre ellas gruesos chalecos de lana tejidos en casa, y en el verano andábamos a patita pelada o a lo más con sandalias, pantalón corto y suspensores sobre camisas de manga corta en popelina pasadas por la Singer. La vida al aire libre y la resolana partían las rojas mejillas de los contreras y colipí tiernos, no obstante cubrirnos con una chupalla de paja de anchas alas.
Como la escuela formaba parte de la casa en que vivíamos, desde pequeño deseaba que avanzara el tiempo para ir a dar el examen de madurez al liceo de alguna ciudad de la provincia. La profesora Aristila Aedo, era una joven que había estudiado en la Escuela Normal de Angol y siempre demostró estar contenta con su destinación campesina. Todos éramos felices con ella y esperábamos ansiosos las horas de clases. Un buen porcentaje de los alumnos y alumnas eran mapuches de la Rinconada, de Ipinco y otros lugares y con ellos intercambiábamos costumbres en el mejor compañerismo.
Naturalmente en nuestra escuela de Huitranlebu no se trataban todas las materias y al continuar estudios en el liceo de Traiguén no terminaba de sorprendernos las cosas nuevas que íbamos aprendiendo. Buenas y malas. Entre éstas la burla de los nuevos compañeros hacia nuestras costumbres e ingenuidades campesinas. Lo peor fue no saber ver la hora. Y no podía haber sido de otra manera si en aquel campo de 1940 nadie tenía reloj, y el mejor cálculo del tiempo lo permitían la altura del sol, la lejana pasada del tren o simplemente el canto del gallo, por lo que esto dio motivo al profesor Galindo para hacer una clase sobre la importancia de medir el tiempo y de cómo hacerlo, para lo cual dibujó en la pizarra una gran esfera con sus números, minutero y secundario. Resultó que no era solo yo, sino que varios de los compañeros de la ciudad, que tampoco habían aprendido a ver la hora.
Iván Contreras R - 2008
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