En donde no había electricidad no
podía haber un refrigerador que permitiera conservar los alimentos. Después
supe que también existían estos aparatos a parafina, pero la realidad hacia
1940 era que en los campos sureños no había ninguna posibilidad de tener uno de
ellos y entonces se debía recurrir a lo que apuntaba la tradición. Por lo mismo
que no era raro encontrarle a la cazuela un gustito a carne rancia, la que
seguramente provenía de un “carnicero,” como se llamaba a una caja enrejada
puesta al aire para guardar las carnes. El enrejado fino además de permitir el
aire evitaba la intrusión de las moscas y sus asquerosidades.
El uso de los ahumadores o “humeros” permitía
la conservación de las carnes y todo el panorama de cecinas, jamones, tocinos y
longanizas de cerdo. Construidos como una pequeña pieza aparte de la casa, con
artesonados para colgarlas y con un fogón al centro de leños de árboles nativos
que debían producir un buen humo. Al principio continuo y posteriormente como
mantención. No era raro que las cecinas terminaran secas y muchas de ellas
podían comerse tal cual. El método de conservación con humo acostumbró el gusto
por las carnes ahumadas y hoy se vende costillares, longanizas y cecinas de
chancho que han pasado por el humo para que adopten ese sabor que solicitan los
clientes.
Las carnes crudas de pollo o cordero
tendían a añejarse rápidamente en los veranos calurosos, por eso se asaban o
cocían, que de esa manera duraban más. Entonces sin calentarlas de nuevo
acostumbrábamos a comerlas frías o fiambres, siendo cocaví corriente en las
“prevenciones” de la montura del viajero o bien como merienda en el trabajo.
Adecuados trozos de carne fiambre podían acompañar los desayunos o las onces
con pan amasado. En la actualidad mantengo mi predilección por las carnes
frías, de aquellas que se quedan en el horno o en la olla.
Otra manera de conservar era
poniendo dentro de los tarros de manteca las perdices asadas sellando con ella
su contacto con el aire. La sal era un buen conservante y algunas hortalizas
como cebollas, coles y ajíes se mantenían para el invierno como escabeche en
vinagre.
Cuando trabajé en Valdivia descubrí
que las casas solían tener subterráneos oscuros y fríos para conservar
comestibles y sobre todo para poner a madurar la chicha de manzana en gruesas y
oscuras botellas terminando como sidra deliciosa.
La consecución de alimentos era un
objetivo permanente de cada jefe de hogar de entonces, en ese mundo que tenía
que autoabastecerse, y era tarea de toda la familia su conservación en buen
estado de consumo.
Iván
Contreras R. 2008
Prof.
Emérito, U. de Concepción
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