En la cima de la loma patrona – como habría dicho Gabriela – se extiende un caserío en que cada edificio tiene su propio carácter según la función que desempeña y por lo tanto permite reconocer la casa principal y su frontal de olivos, la casa del administrador, la del llavero. Junto a ellas grandes establos, la bodega de los granos, la fragua siempre humeando. Su lugar ocupa la escuela y más allá la corrida de “casitas” para alumnos y alumnas. Una pequeña y esbelta construcción muestra claramente para que sirve, es el ahumador de carnes para las estaciones frías. En un extremo se extienden los corrales de tranqueros a donde tempranito los camperos traen los bueyes para que cada peón premunido de su yugo arme la yunta con que irá a la loma. Es tiempo de barbecho en ese Huitranlebu de 1940.
Amanecen esos días de cielo cubierto de nubes que reciben los vientos revueltos con predominio del puelche, a bastante altura. No son de lluvias todavía.
Desde los patios hay una visión de 360°, directa a todos los puntos cardinales y cuando se trata del norte se ve parte de los pajonales y las lomas que nos dan la certeza que más allá están Los Sauces y Angol; siempre con los pajonales en el primer plano, las vegas y al poniente se ve la Cordillera de Nahuelbuta y está Purén. Hacia el sol naciente cerros azules muy lejanos y que en los días claros se ven los volcanes, y ya sabemos, siendo niños, que allá se encuentran Lumaco, Traiguén y Victoria. En el sur van los bosques de la costa y en lontananza seguirían fuertes quebradas que fueron habitadas por las tribus originarias desde cientos de años. Que en las mismas tierras que pisábamos nos hacían encontrar piedras horadadas de las que no conocíamos su uso pero que a nosotros nos permitían el juego como ruedas de burdas carretas de cajones azucareros. Esas piedras que mostraban un gran trabajo de las manos del pasado solíamos lanzarlas al río por el solo gusto de verlas hundirse y el crecer de líneas circulares en el agua.
A menudo podíamos encontrar también asomando por la tierra colorada y gredosa las hermosas “manitos” o hachitas de piedra que nosotros llamábamos “rayos” que – perdida la memoria de su verdadero origen - suponíamos habían caído del cielo forjadas por los truenos y relámpagos, esas muestras eléctricas de justo antes que se desencadenara la tormenta.
Entregadas todas las claves y señales de su llegada, había que prepararse para cuando se viniera el vendaval y entonces cada familia se guardaba en sus casas, agregando frazadas a las camas, avivando los fogones, sobre todo el de la cocina con suficiente leña, contando cuentos, recordando el anecdotario familiar y escuchando los truenos que como decía mi padre eran el ruido de toneles que rodaban por las colinas. Esa vez en que el temporal se prolongó por toda la noche amanecieron casi todos los árboles en el suelo.
Vientos y aguas con increíble fuerza terminaron volteándolos por mal enraizados, sobre todo aquellos introducidos como el pino colosal que parecía eterno y que bajo su notable altura y follaje acogió por años nuestros juegos, rondas y cantos infantiles. El primero llegado y crecido allí, en realidad se había habituado al clima y a la tierra chilena mostrándonos ahora el gran tamaño de su boscaje de púas y piñas olorosas cubriendo la extensión de casi todo el patio.
Iván Contreras R. 2011-04-17
Prof. Emérito. U. de Concepción
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