El árbol de Pascua era escogido por don Manuel, mi padre, en el bosque de pinos insignis. Después de recorrer buscando entre los muchos que tenían la forma esperada, unos más grandes que otros, ahí estaba el nuestro y con dos o tres golpes de hacha caía lentamente al suelo. Ya en casa, el pino de fuerte aroma y agresivas agujas era puesto en una armazón de madera dentro de una barrica llena de trigo.
Luego venía la ornamentación de doña Elena y nuestra ayuda, con viejitos pascueros y monedas de chocolate recubiertos de papel plateado, y algunas pompas de vidrio salvadas de la Pascua anterior. El algodón sobre las ramas representaba la nieve tradicional y finalmente mi madre ponía las velitas en unas especies de sujeta-papeles con formas de manitos que se agarraban en los ganchos.
Esa noche, entre penumbras, nos congregábamos junto al árbol y se prendían las velas que con sus luces perfeccionaban la forma cónica. Como el espíritu de la navidad estaba en el canto de los niños, nosotros entonábamos todos los villancicos aprendidos ese año en la escuela.
Cuando las candelas estaban pequeñitas llegaba el momento de acostarse, ilusionados en lo que nos traería el viejito pascuero y que encontraríamos al otro día en nuestros zapatos puestos en la ventana: seguramente juguetes de lata o de carey, caballos de madera, pelotas de aserrín y su elástico, tambores y sus baquetas, unos largos pitos de lata pintada. Y entre ellos una muñeca con su cara de loza imperturbable, para la única hermana.
En esas fechas, en que se daba una atmósfera navideña, diría yo, la cocina tenía su papel en la dulcería en que lo más celebrado eran el pan de pasas y nueces, y las galletas de miel, a las que se le daban formas de animalitos, que se guardaban en tarros pastilleros y que duraban meses, comidas de a poco dejándolas remojar lentamente en la boca. No se le agregaban muchas especias, talvez cascaritas de limón y algún clavo de olor.
Iván Contreras R.
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