Costumbres crueles



                    No sé si hoy será igual. En aquella época sucedía así y no cuento con más que mi visión infantil para refrendar lo que ocurría en esos campos que parecían de cuentos, en esa hermosa naturaleza, junto al rodar de las estaciones, en que el hombre cometía ingentes crueldades con los animales.
                    El caballo debía soportar monturas que herían su lomo y ser corrido hasta la extenuación acicateado por la espuela que clavaba sus flancos. Ser golpeado y chicoteado hasta el dolor en la amansa brutal.
                    El buey arrastraba grandes cargas aguijoneado por la garrocha. A menudo recibía fuertes golpes en el hocico, ¡Teza!.
                    La muerte de corderos y cerdos tenía la forma de un verdadero sacrificio. Los cabritos emitían balidos casi humanos mientras el filo del cuchillo cortaba sus vidas.
                    En el corral, desde el bramadero, se ejecutaban mil crueldades con el lazo. Las marcas se estampaban en las ancas con hierros candentes, a tajos se trazaban señales en las orejas, se cortaba la cola de las borreguitas descubriendo su órgano reproductor. La castración tiene su época precisa para todo tipo de animales, y la navaja diestra cambiaba sus destinos.
                    Era fácil mantener el equilibrio de la población de perros y gatos. Bastaba con poner a los recién nacidos en una bolsa, anudarla y tirarla al río. Yo vi martirizar a las perritas de una camada dándoles con una piedra contra otras piedras. Nunca llegaron a abrir sus ojos.
                    Los animales silvestres no son ajenos a la mano inclemente del hombre, la que  con el azadón cortaba a la culebra por la mitad, de un solo azadonazo, porque nadie que viera una de ellas se resistía a intentar matarla o revolearla y lanzarla lejos. Las lagartijas más ágiles en el huir dejaban su automutilada cola para sorpresa del perseguidor.
                      El fuego adrede de los rastrojos terminaba con la vida de animales pequeños, pajarillos e insectos,
                      Se acosaba al puma, quizás cobrándole una culpa ajena,¡fue el león, patroncito!
                      Los adultos eran quienes iniciaban este juego doloroso de la existencia, pero éramos los niños quienes terminábamos aprendiendo- erradamente- que la vida de los dulces animales del campo no valía  nada. Me pregunto si la falta de respeto a los límites sociales no se originaría, al menos en parte, en  esas costumbres malintencionadas y sin castigo que se ejercían contra los animales.
                       Que el hombre es bueno por naturaleza no parece tan cierto, ya que estando allí tan cerca de ella, puede ser muy malo.
                                                                                                           Iván Contreras R. 

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