Vida rural
Cuando vi que el escritor José Donoso ponía a una perrita blanca de la calle como protagonista de su cuento “Paseo”, confirmé mi antiguo deseo de escribir sobre la vida de los perros en los campos de Purén.
De trotecito y con la lengua afuera iba un perro de raza indefinida en pos de la carreta, y si el carretero quería convidarlo a subir, allí iría el feliz can contrapesándose en sus cuatro patas. O bien tenía que correr tras Manuel Vilches, el campero, con otros dos o tres congéneres para rodear y arrear los bueyes del yugo y las vacas de la leche cada mañana. Otras veces recorrería las lomas pastosas para volver con el pelaje pegajoso de melosas. El perro sabía por donde ir en los caminos lodosos, nadar en los canales o avanzar entre los totorales. Siempre atento a los animalitos silvestres, el zorro ya escaso, la liebre – no había conejos- los coipos y huillines. Estupefacto quedaría ante esa piel blanquecina entre los terrones, desechada por la culebra en su cambio anual. Al potrero de la cancha de fútbol iba a ladrarle a los pequenes, señores de cabeza rotatoria y grandes ojos, que terminaban dominando la situación.
En esas tierras no había perros vagos, siempre pertenecían a alguien. El equilibrio en la población canina se lograba sacrificando a las hembritas de la camada. Los dos o tres machos que se salvaban iban a crecer fuertes al disponer de todas las tetillas de la madre. En sus momentos de juegos y mordiscos se iban haciendo duchos en las tareas de los perros grandes: cuidar la puebla, anunciar las visitas, levantar la caza y arrear los ganados, en cada caso con un ladrido característico. En nuestra familia siempre hubo un perro llamado Toni, perpetuado en la descendencia de sus hijos, de los que escogíamos el relevo más parecido en su color negro con el hocico y patas blancas.
Al estar las casas grandes construidas sobre basas de madera quedaba entre el piso y el suelo un espacio donde alguna perra a punto de parir encontraba refugio y donde sus crías podrían abrir sus ojos y desarrollar sus aventuras.
En ese tiempo no existían las comidas industriales de hoy y la alimentación perruna solía consistir en restos de las comidas de los humanos, o en piltrafas de la matanza de un animal, por lo que tenían que aprender, siendo carnívoros, a comer harinilla, papas y hasta verduras y, en la rancha de Eloy, lo que sobraba de las olletas en que se cocinaban los porotos de los peones.
Se morían de viejos, de enfermedades de perros, aunque- mandados por el instinto- hubieran intentado encontrar su mejoría mordisqueando plantas medicinales; o bien terminaban sus vidas con una patada feroz propinada por un vacuno o un caballar, que no alcanzaron a esquivar a tiempo.
La existencia de los perros en las tierras de Huitranlebu no correspondía a la llamada “vida de perros”, sino que tenían más bien un buen pasar, pues además de sus parcas raciones de caricias se les reconocía un lugar en la estructura de la vida campesina que ellos ocupaban y satisfacían con una labor y un oficio bien cumplido.
Iván Contreras R.
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