Por entonces, en el Huitranlebu de 1940, bajo el sol de pleno verano, algunas mujeres de oscuras vestimentas recorrían las lomas espigando los rastrojos.
Cuando el brazo ya no era capaz de sostener mas de esos frutos maduros, hacían sus atados anudándolos con cañas del mismo trigo. Llevado a casa, desgranado y aventado podría tostarse y hacer harina nueva. En el jarro, con agua, la harina dorada tenía sabor propio.
También podían las espigadoras encontrarse en su rastrojeo con la araña del trigo, la del “poto colorado”, cuyo veneno produce un intenso efecto a quien por desgracia es mordido por ella. Aunque a esas campesinas no era frecuente que les ocurriera ese incidente porque tenían especial cuidado en evitarlo.
Al maestro Alarcón, que ese día hacía de arrenquín alimentando las fauces de la máquina trilladora, le picó una de estas arañas que iba encajada en una gavilla. Después supimos en casa que estaba muy mal sufriendo grandes dolores y convulsiones.
El pueblo de Purén estaba lejos, a demasiados kilómetros para un enfermo de esa clase, quién no podía así disponer de los alivios del hospital.
La familia trataba de mejorar su estado haciéndolo tomar mucha agua, en la creencia que el veneno se podía eliminar en la orina. Además, había que alejar los objetos duros o agresivos para que el hombre no se hiriera en los momentos de estirarse y encogerse, según lo hacía la araña, se decía. Esto se agravaba cuando el enfermo no había encontrado al arácnido agresor para comérselo, pues se consideraba una realidad segura que ingerir el resto del veneno serviría de antídoto y que le evitaría repetir en el lecho los movimientos que hacía la araña en la libertad de los terrones.
El maestro Alarcón, alto y delgado, caballeroso, que se cuidaba en la presentación y en el hablar, era muy estimado entre las gentes del lugar. Mi madre consideró que era un humano deber ir a verlo. Me tomó de la mano y partimos hasta su modesta rancha en la media falda. Ya en las cercanías, escuchamos un murmullo que emergía cada vez más claro, hasta que reconocimos un rosario de chilenos garabatos que reflejaban los niveles del dolor. Su abrupto lenguaje del momento contradecía su siempre reconocido don de gentes. Creo que ni se percató de nuestra visita. Al cabo de una semana el maestro Alarcón se mostraba como un espectro que había pasado por el infierno, el rojo infierno de la picadura de la araña del poto colorado.
Iván Contreras R.
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